sábado, 6 de noviembre de 2010

COMENZAR EN LO ABSTRACTO PARA LLEGAR A LO CONCRETO (O DE CÓMO SE RELACIONA LA OBSERVACIÓN DE AVES CON LA EDUCACIÓN AMBIENTAL. UNA POSIBILIDAD).


Por Pável González (miembro activo de Acampalli)

En un famoso texto de los años 60 , Aldo Leopold llamaba, por primera vez, a fundar una ética de la tierra. Ahí decía: “Hasta ahora no hay una ética que se ocupe de la relación del hombre con la tierra y con los animales y plantas que crecen sobre ella.” Y también: “[…] una ética de la tierra cambia el papel del Homo sapiens, de conquistador de la comunidad de la tierra a simple miembro y ciudadano de ella”. Más allá de las imprecisiones de este trabajo pionero —e, incluso, de sus perceptibles ingenuidades—, lo que conviene destacar es su llamado a profundizar en una conciencia ecológica. Para Leopold, ya en esos años, era claro que la respuesta a los graves problemas de la devastación ambiental era una educación ambiental. Sin embargo, no cualquier educación era la adecuada. Y sobre todo, más educación no era, necesariamente, más consciencia. Es decir, había que dejar de poner el acento en la cantidad para atender al contenido. Leopold nos da una indicación de lo que entiende por un cambio en el contenido. Para él, “el ‘madero-clave’ que debe eliminarse para liberar el proceso evolutivo hacia una ética es simplemente éste: dejemos de pensar en el uso decente de la tierra tan sólo como un problema económico. Exáminese cada interrogante en términos de lo que ética y estéticamente es correcto, así como económicamente conveniente. Una cosa es correcta cuando tiende a mantener la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica; y es incorrecta cuando tiende a hacer lo contrario”. (Y sin embargo, cuarenta años después de que Aldo Leopold “sonara la campana”, seguimos viendo cómo los ríos urbanos y rurales fatigan su marcha recogiendo a su paso los desechos de una sociedad que los ignora o los toma como cañerías; seguimos viendo cómo el aire se llena de partículas que la enturbian; cómo se deteriora, a pasos que parecen no tener fin, la comunidad biótica a la que Leopold aludía. Cabe entonces la pregunta: ¿debemos resignarnos a jugar el papel de habitante hostil del mundo al que los grandes intereses económicos parecen haber condenado a la especie Homo sapiens? ¿O podemos cambiar nuestra relación con este mundo? ¿Podemos, en fin, soñar con ríos y mares diáfanos, con bosques y selvas plenas de vida y saludables? La respuesta a la primera pregunta es, definitivamente, no; a las demás, sí.) Esto nos queda claro. En ningún sentido se respeta la belleza de un río si se arrojan a él los desechos industriales de una usina. Es decir, Leopold, desde luego, asocia belleza a conservación, a dejar las cosas como están. Quizá no sea este el único sentido que se le pueda dar a la belleza o a la conservación, pero, en todo caso, resulta claro que para Leopold belleza y ética son nociones estrechamente vinculadas.


Lo que nosotros deseamos retomar, así sea como un punto de partida arbitrario, es precisamente el componente estético, ineludible en la observación de aves. Invitamos a Lucía, una mujer cercana a los cincuenta años, a que nos acompañara en una de nuestras frecuentes visitas de observación de aves al Jardín Etnobotánico de Cuernavaca. Días después, en una conversación, Lucía nos informó que había tenido oportunidad de ver, en la copa de un guamúchil, frente a un balcón de su casa, un momoto (Momotus mexicanus) disponiéndose a engullir una oruga. Más aún, nos dijo que el momoto no devoró a la oruga sino hasta que pudo quitarle toda la vellosidad de su cuerpo, dándole pequeños golpes contra una rama del árbol. Es evidente que los momotos ya se alimentaban en el jardín de Lucía mucho antes de que ella pudiera notarlos. Pero ella no sabía que existían estas aves sino hasta que las observó, por primera vez, en aquella visita al Jardín Etnobotánico. ¿Qué fue lo cambió entonces? No necesitamos conjeturar demasiado, la respuesta nos la dio la propia Lucía. Le gustó haber ido a ver aves. En particular, los momotos le parecieron hermosos. La vida de Lucía cambió a raíz de esta visita. Quizá el cambio no sea mayormente destacable en cuanto a lo cuantitativo, pero sin duda de forma cualitativa se operó en ella una transformación.


Lucía comenzó por lo abstracto: el ave, un ave. Y llegó a lo concreto, la belleza. No hay nada menos abstracto que la belleza, pero aún podemos darle otra vuelta de tuerca a esta dicotomía abstracto-concreto. Imaginemos que tomamos un ave cualquiera para observarla. Vemos la forma del pico, el largo de las patas, el color de las plumas. ¿Tenemos un ave? No, desde luego. Tendremos el ave cuando hayamos tomado consciencia de lo que la hace posible. Un ave así, sacada de su contexto, es una abstracción. No es todavía un ave. Será un ave cuando entre en una trama de relaciones que la constituyan como tal. Cierto que la podemos identificar, podemos saber a qué especie pertenece, sus hábitos alimenticios, etcétera. Pero este cúmulo de datos sólo cobrará relevancia en el momento en que entendamos que el ave, para ser, necesita del todo que la hace posible. Este todo es lo concreto. El ejemplo de Lucía y el momoto es sólo un botón de muestra a propósito de un posible enfoque relacionado con la observación de aves y la educación ambiental.


En un cuento de Anna Llauradó, La revolución de los pájaros, se nos invita a pensar, a adultos y a niños, qué pasaría si la ciudad en la que vivimos se quedara de pronto sin aves. Cuando uno reflexiona sobre esto, el panorama que resulta se antoja aterrador. Lo menos que puede pasar, después de medir las consecuencias de esta catástrofe, es que uno respete aún más a las aves, ya que discreta, silenciosamente, sin hacer alarde, nos brindan un servicio de la mayor importancia. Pero inmediatamente nos damos cuenta de que la misma catástrofe sucedería si desaparecieran otras muchas especies sobre la tierra. Entre observar aves y tomar consciencia de la necesidad de preservar las especies no hay, necesariamente, un camino directo, pero tampoco hay un abismo insondable y, de cualquier manera, debemos comenzar por algún lugar. Desde luego, tampoco tenemos que respetar a las aves en función del servicio que nos brindan, pero es un buen comienzo advertir que sin ellas el panorama no sería nada bello.


Dice Aldo Leopold: “Me parece inconcebible que una relación ética con la tierra pueda existir sin amor, respeto y admiración por la tierra, y una alta consideración por su valor. Desde luego que con valor me refiero a algo mucho más amplio que el mero valor económico; quiero decir, valor en el sentido filosófico.” Vale la pena atender estas palabras de Aldo Leopold.